El sistema inmune de las plantas

Sautua Francisco & Carmona Marcelo

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Todos los seres vivos han desarrollado, a lo largo del proceso evolutivo, mecanismos para defenderse de posibles ataques de patógenos e invasiones externas. Las interacciones planta-microorganismo han evolucionado a lo largo de cientos de millones de años, generando una diversidad de interacciones que abarcan un amplio espectro desde la coexistencia patógena a la mutualista (Uhse & Djamei, 2018). El sistema inmunitario (del latín, immunis = libre, intacto) es un sistema de defensa que protege al organismo de las enfermedades. Las funciones de este sistema, ya sea en organismos uni- o pluricelulares, son reconocer y protegerlo de los elementos o agentes extraños (antígenos). Este sistema inmune está presente en plantas y animales (Nürnberger et al., 2004; Zipfel &  Felix, 2005). Sin embargo, las plantas, a diferencia de los animales, carecen de un sistema inmune y de un sistema circulatorio con células móviles para la defensa. Por lo tanto, debido a la naturaleza sedentaria de las plantas, la detección de señales de estrés y su transducción en respuestas apropiadas son requisitos cruciales para la adaptación y la supervivencia. No obstante, aunque la inmunidad adaptativa es exclusiva de los vertebrados, la respuesta inmune innata parece tener orígenes antiguos (Ausubel, 2005; Ortiz & Dodds, 2018). Las plantas han coevolucionado con los microorganismos durante más de 407 millones de años (Han y Tsuda, 2022). Las plantas se someten a una exposición continua a diversos estreses bióticos y abióticos en su entorno natural. Para sobrevivir en tales condiciones, las plantas han desarrollado mecanismos intrincados para percibir señales externas, permitiendo una respuesta óptima a las condiciones ambientales. Es por esta razón que su sistema inmune innato es la célula autónoma, es decir, potencialmente cada célula vegetal es capaz de reconocer señales microbianas o antígenos y traducirla en una respuesta adaptativa (Dangl y Jones, 2001; Ausubel, 2005; Chisholm et al., 2006). La evolución de la respuesta inmune de las plantas ha culminado en un sistema de defensa altamente efectivo que es capaz de resistir el ataque potencial de patógenos microbianos (Chisholm et al., 2006).

Las plantas están inmersas en una lucha de dominancia co-evolutiva continua con los patógenos que las atacan (Dickman et al., 2011). En la naturaleza, el establecimiento de una enfermedad en una planta es en realidad una excepción, ya que la norma o la regla es la inmunidad. Es decir, solo cuando la expresión de los genes de virulencia de un determinado genotipo de un patógeno logra vencer las barreras físicas y químicas codificadas a su vez por un determinado genotipo de una planta, y logra establecerse la relación de parasitismo, es que se produce la enfermedad. En este caso se habla de una reacción parasítica de compatibilidad (Agrios, 2005). Una respuesta compatible es una interacción que resulta en una enfermedad, mientras que una respuesta incompatible es una interacción que da como resultado poca o ninguna enfermedad. Aunque una especie de planta particular puede ser un hospedante susceptible para un patógeno en particular, algunas personas pueden albergar genes que ayudan a reconocer la presencia del patógeno y activar las defensas (Freeman & Beattie, 2008). En la naturaleza las plantas conviven con una gran cantidad de plagas y patógenos (insectos, nemátodos, hongos, oomycetes o pseudohongos, bacterias, virus, viroides). Para una especie de planta dada, los patógenos son reconocidos por ciertos genotipos de tal especie hospedante, lo que desencadena o dispara la respuesta de defensa.  Sin embargo, un número limitado de patógenos poseen la habilidad genética para evadir el sistema de reconocimiento del hospedante, y en este caso, las plantas muestran susceptibilidad. Es decir, el patógeno sobrepasa los mecanismos de defensa impuestos por la planta, y es capaz de inhibir o retardar las respuestas de defensa de aquella, logrando la infección, es decir, el establecimiento de la relación de parasitismo. En definitiva, frente a un ataque, el nivel de daño producido dependerá del balance entre dos fuerzas: el grado de resistencia natural de la planta a ese determinado patógeno y del grado de virulencia y agresividad del mismo, codificado por los respectivos genotipos.

De esta manera, en la naturaleza hay un proceso de evolución y adaptación permanente, por un lado en la habilidad de las plantas hospedantes para reconocer razas de patógenos que no eran reconocidas, y en sentido inverso, los patógenos tratan de evitar el reconocimiento por parte de hospedantes hasta ese momento resistentes, para poder establecer la infección y la relación de parasitismo. La evolución de la respuesta inmune de las plantas ha culminado en un sistema de defensa altamente eficaz que es capaz de resistir el ataque potencial por patógenos microbianos (Chisholm et al., 2006). La resistencia a la enfermedad existe como un continuo de respuestas que van desde la inmunidad (la falta completa de cualquier síntoma de enfermedad), respuestas altamente resistentes a la enfermedad (algunos síntomas de la enfermedad) hasta altamente susceptibles (síntomas significativos de la enfermedad). En general, la exposición a múltiples parásitos, y a mayor diversidad de los parásitos patógenos, se acelera la adaptación y diversificación del hospedante (Betts et al., 2018).

Las plantas son atacadas por una multitud de patógenos y plagas, algunos de los cuales causan epidemias que amenazan la seguridad alimentaria. Sin embargo, un concepto fundamental en la fitopatología es que la mayoría de las plantas son activamente resistentes a la mayoría de los patógenos y plagas. Las plantas han desarrollado sistemas inmunes innatos que reconocen la presencia de posibles patógenos e inician respuestas de defensa eficaces, mientras que los patógenos exitosos han desarrollado proteínas efectoras que pueden suprimir las respuestas inmunitarias del hospedante. Además, los efectores pueden actuar como elicitores y el hospedante puede desactivarlos (si posee los receptores para reconocerlos). En general, el nicho patogénico está altamente desarrollado y monitoreado cuidadosamente por ambos participantes (Dodds, Rathjen, 2010). Las plantas evitan a sus innumerables enemigos bióticos principalmente a través de los receptores inmunes innatos que detectan los patógenos invasores y desencadenan una respuesta inmune robusta (Wu et al., 2018).

Las plantas son infectadas por patógenos con diferentes estilos de vida (Agrios, 2005). Los patógenos biotróficos están especializados para alimentarse de los tejidos (células) de plantas vivas, es decir, solo pueden tomar los nutrientes a partir de células vivas del hospedante, siendo incapaces de nutrirse a partir de células muertas. La mayoría de los patógenos biotróficos han desarrollado una relación íntima (específica) con su planta hospedante, co-evolucionando como biótrofos obligados que no se pueden cultivar en medios artificiales sintéticos. Los patógenos biótrofos no obligados se pueden cultivar en medios sintéticos, pero ni los biótropos obligados ni los no obligados pueden crecer como saprófitos. Los biótrofos tienen un rango de hospedadores estrecho, y las cepas de estos patógenos a menudo se han adaptado a una línea específica de una especie de planta determinada. Muchos biótrofos viven en el espacio intercelular entre las células mesofílicas de la hoja, y algunos producen haustorios como estructuras de alimentación que invaden la membrana plasmática de las células hospedantes, lo que les permite crear un microambiente específico para la recuperación de nutrientes (Voegele & Mendgen, 2003; Garnica et al., 2014). Los patógenos biotróficos, que parasitan el tejido vegetal vivo, establecen interacciones sofisticadas en las que modulan el metabolismo de la planta para su propio bien (Doehlemann & Hemetsberger, 2013).

Por otro lado, los patógenos necrotróficos necesitan primero matar las celulas de su hospedante para luego poder tomar los nutrientes, son menos especializados y tienen una relación mucho menos íntima (específica) con sus plantas hospedantes (Mengiste, 2012). A menudo crecen en tejidos de plantas que están heridos, debilitados o senescentes y con frecuencia producen toxinas para matar el tejido del hospedante antes de la colonización. Las toxinas, los metabolitos secundarios y las enzimas que degradan la pared celular vegetal contribuyen a la virulencia de los hongos necrotróficos (Mbengue et al., 2016). Los necrótrofos también pueden crecer fuera del hospedante como saprófitos (generalmente sobre restos vegetales de su propio hospedante en descomposición) y pueden cultivarse fácilmente en medios sintéticos. Algunos patógenos se pueden asignar claramente como biotróficos o necrotróficos. Sin embargo, muchos otros se comportan como biotróficos y necrotróficos, dependiendo de las condiciones en las que se encuentran o las etapas de sus ciclos de vida. Tales patógenos se llaman hemi-biotróficos. Muchos hongos que comúnmente se consideran necrótrofos en realidad pueden ser hemibiotróficos, ya que tienen una etapa biotrófica al principio del proceso de infección (Glazebrook, 2005).

Para defenderse de los patógenos, las plantas poseen un sistema de vigilancia eficiente, que involucra un complejo proceso de señalización y transducción de señales a nivel celular, para el reconocimiento de los diferentes patógenos, y a nivel sistémico una vez detectada la infección inicial. El sistema inmune posee defensas de tipo estructural y bioquímicas, y en ambos casos de tipo preformadas  o inducibles. Las defensas preformadas están establecidas en la planta antes de la llegada del patógeno. Las defensas inducibles se activan tras la percepción del patógeno y proporcionan protección no sólo en el sitio de infección, sino también en tejidos distantes. El sistema de monitoreo o percepción ambiental posee dos niveles: una primera capa de mecanismos basales no específicos de identificación, y un segundo sistema de reconocimiento específico.

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Bibliografía

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